“Existe la preocupación de que poetisa es sinónimo de vieja, fea o cursi, y hasta de las tres cosas”, escribía Concepción Gimeno por 1890.
Gimeno junto a Emilia Pardo Bazán y Dolors Monserdà terminaban el siglo XIX siguiendo la estela de una cadena de mujeres que lucharon por dedicarse a las letras. Mujeres que protagonizaron la primera ola feminista en España y que entre otras cosas reivindicaron un hueco en el espacio literario del momento. Publicaron poemas o artículos en la prensa, se presentaron bajo seudónimos a certámenes, lanzaron libros bajo el aval de algún autor reconocido. Algunas de ellas llegaron a desarrollar una sólida carrera, pero casi todas pasaron por la calificación de poetisa, es decir, de ser escritoras pero no escribir a la altura de los varones.
Las mujeres fueron en su mayoría poetisas, no por cuestiones del lenguaje y de la construcción del femenino, sino por que con esa calificación se distinguía su supuesta condición de meras aficionadas a las letras, frente al escritor profesional, el poeta, que solo puede ser varón.
“Hace apenas treinta años que en Barcelona, sin duda la ciudad de mayor vida intelectual de Cataluña, a la mujer literata se la veía con la mayor prevención. Tanto es así que yo durante largo tiempo, según con quién hablaba, hacía todos los esfuerzos posibles por ocultar mis aficiones, llegando a consultar al confesor, para saber si verdaderamente cometía una falta publicando mis escritos”. Dolors Monserdà, 1909.
Según opinaba Leopoldo Alas Clarín: “No es posible negarle a la mujer su derecho a escribir; es más, yo soy tan liberal como las que se lo conceden aun sin permiso del marido, pero ese derecho solo se ejercita con una condición: la de perder el sexo”. Una creencia que se compartía en la época. Las mujeres debían dedicarse a tareas domésticas, de cuidados, ya sabéis, “femeninas”, y si escribían era por distracción y no porque tuvieran una vocación intelectual, por lo tanto las que lo hacían de manera profesional y bien era porque en sus genes corría sangre masculina. No había otra explicación posible.
Esta creencia se convierte a lo largo del siglo en un proceso de masculinización derivado de una errónea y sesgada interpretación de su talento, como explica Anna Caballé en su libro, “se atribuirá a un error de la naturaleza que en el cuerpo de una mujer se alimente la inteligencia y el impulso artístico hasta ahora desarrollados por el hombre”. Al hilo de esto, Antonio Ferrer del Río escribiría en 1846: “No es la Avellaneda poetisa, sino poeta”. En la misma línea y también en referencia a Gertrudis Gómez de Avellaneda, escribiría Zorrilla, diría en una ocasión:
Esta tendencia a la masculinización implicaría para las mujeres la pérdida de feminidad, del rol de mujer atractiva para el hombre y por tanto de una vida amorosa. Llegará implicar incluso una fuente de humillación y de continuas contradicciones para las mujeres. “Aunque el genio nos empuje, el miedo nos detiene”, Carolina Coronado, 1862.
Concepción Gimeno escribía sobre la preocupación de lo que conllevaba la palabra poetisa, yo me pregunto ¿debería haber llegado a formarse la palabra poetisa? ¿qué debemos ser ahora? El lenguaje es hábito, como dice Mercedes Bengoechea, y las formas de hablar van cambiando con cada generación, pero en cada paso que damos no debemos olvidar la historia de las que estuvieron antes que nosotras.
La poeta y novelista Carolina Coronado, una de las grandes protagonistas de esta primera ola, respondería con una larga reflexión a las opiniones sobre Avellaneda, en la que analizará, entre otras cosas, la doble condición masculina/femenina que convive en toda persona artista. En su escrito da ejemplos como “aquí en España hay algunos poetas cuyo canto afeminado parece arrullo de paloma” o “los mimosos versos de Lamartine podrían estar firmados por una mujer”, a lo que concluye: de modo que la separación poeta/poetisa es forzada y no se ajusta a la honda verdad de las obras.
¿No son todas las mujeres escritoras poetas?
Autora: Marina